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Todos y cada uno de los días de nuestra vida tienen la misma duración. Esto se debe a que están ordenados por una ley natural ajena al control humano.
Sin embargo, la vivencia subjetiva de la rapidez o lentitud del transcurrir de los días es variada.
En la primera infancia, por ejemplo, ni siquiera hay noción del tiempo. Para el bebé, unos minutos de ausencia materna pueden representar una eternidad. Para el adolescente, vivir el momento es lo más importante.

Aunque conoce intelectualmente la variable temporal, no la toma en cuenta para vivir. Pero a medida que nos acercamos a la madurez comienzan escucharse frases tales como: «qué rápido pasa el tiempo», «parece mentira, parece que fue ayer». Aunque los días tengan la misma duración, el anciano dirá: «el tiempo vuela», «se fue como un soplo». También las circunstancias de la vida tienen un efecto deformador. Es así que los días placenteros parecen pasar más rápidamente que los días de dolor y sufrimiento. Al que padece insomnio las horas le parecen interminables y el que está urgido por un plazo perentorio para cumplir con una tarea, las horas se le escurrirán entre sus manos.

Cualquiera sea la experiencia y la edad, lo cierto es que los días de nuestra vida son limitados. Y por lo tanto, valiosos. Por eso se dice que el tiempo es el bien más escaso y caro de la humanidad.
Frente a esta realidad, algunos se angustian al tomar conciencia del rápido paso del tiempo. Otros disfrazan esa misma angustia con distintas maniobras para evitar el envejecimiento. En otros casos, la ansiedad y el apuro invaden, corriendo en una competencia desigual con el transcurrir del tiempo. Y también están los que bajan sus brazos y no viven, sólo duran mientras los días de la vida se les escapan inexorablemente.
Pero hay también otras alternativas más útiles y satisfactorias. Reflexionando sobre esta realidad, el poeta bíblico levantó sus ojos al cielo pidiéndole a Dios, Creador del tiempo y de la vida humana: «Enséñanos a contar bien nuestros días, para que nuestro corazón adquiera sabiduría» (Salmo 90: 12).

Enséñanos a contar bien nuestros días… significa valorarlos, apreciarlos, usarlos bien, tener en cuenta que son pasajeros pero llenos de posibilidades.
Es ver cada día como una oportunidad única.
Cada día, una oportunidad de decidir disfrutar lo que tenemos.
Cada día, una oportunidad de ser útiles a los demás y tratar de hacerlos felices.
Cada día, una oportunidad de producir obras bellas.
Cada día, una oportunidad de aprender algo más.
Cada día, una oportunidad de dejar algo simple pero trascendente: un buen ejemplo, una palabra de ánimo, una mano solidaria.
Cada día, una oportunidad de reflexionar sobre nosotros mismos y corregir un error.
Cada día, una oportunidad para transformar nuestro sufrimiento en compasión por otros.
Cada día, una oportunidad de abandonar un resentimiento y crecer en amor y perdón.
Pero sobre todas las cosas…
Cada día es una oportunidad de mirar más allá de nuestras limitaciones humanas y enfocarnos en Dios, el Creador del tiempo y de nuestra existencia.
Cada día, una oportunidad de buscar a Dios, pidiendo su ayuda, su guía y su protección.Cada día una oportunidad que El nos brinda para darnos perdón y salvación si así se lo pedimos.

Cada día, una oportunidad de trascender los límites de la existencia humana terrenal y aspirar a estar con El para siempre, donde los días no acabarán.
Cada día, y éste es el día, una oportunidad de buscar y encontrar a Dios.

«Busquen al Señor mientras se deje encontrar,
llámenlo mientras está cercano» (Isaías 55: 6)

Lic. María Elena Mamarian de Partamian
Psicóloga, docente, escritora
Coordinadora del Centro Familiar Eirene

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