EL AUTOMÓVIL.
La libertad del ocio revoluciona nuestro sentido del tiempo, y este cambio es experimentado en el esquema corporal. Aparece entonces el ansia de velocidad, la prisa.
Esta nace por el empuje de las fantasías alimentadas durante el año. Hay una urgencia que traduce la necesidad de aprovechar hasta el último minuto de ese tiempo maravilloso pero limitado. La prisa hace su aparición en los preparativos previos a la salida, en la elección de medios de comunicación. El tiempo ha sido dotado de un valor distinto, y toda tardanza es vivida como una situación torturante.
Las vacaciones aparecen en nuestra imaginación estimulada por la publicidad, como la promesa del paraíso. Al afrontarlas con la expectativa de felicidad, la velocidad se convierte en una exigencia. Por esto es que el automóvil irrumpe en el escenario del ocio revestido por el liderazgo que le proporciona el ser el instrumento que permitirá anular el espacio para atrapar el tiempo .Esta voluntad de superar distancias se relaciona con la esperanza de lograr la felicidad inmediata. La fantasía de un encuentro, la creencia de que en el punto de destino, algo o alguien nos espera, motiva inconscientemente esta prisa. La impaciencia, ese no poder soportar la dilación, porque según nuestro tiempo interno ya estamos allí junto al objeto deseado, es la que nos hace poner el pie en el acelerador, mientras que la esperanza, en una mágica negación del peligro, nos permite creer que nada malo podrá ocurrimos.
El vértigo de la velocidad es sentido como necesidad corporal, y por medio del automóvil nos permite administrar la distancia y el tiempo. Así instrumentado, el automóvil se convierte en una extensión de nuestro cuerpo; incluyéndose en el esquema corporal, nos provoca sentimientos de omnipotencia como si lleváramos dentro a todos los caballos de fuerza de la máquina. La conducta automovilística sólo puede ser comprendida en términos de esa triple relación cuerpo-espacio y tiempo. Se trata de un comportamiento pleno de elementos narcisísticos. El automovilista, mientras conduce, centra su atención en la unidad cuerpo-coche. Desarrolla entonces una verdadera patología, una hipocondría del automóvil que en ese momento es vivenciado como un organismo. Se inquieta ante cualquier ruido, el menor roce significa una agresión frente a la que reacciona con inusitada violencia. Es un hombre automóvil. Sus aspiraciones están en la máquina, el auto es su habitat y envoltura, que lo muestra y lo guarda.
El motivo de la prisa, la esperanza del encuentro, es desplazado —ya en la carretera— a un segundo término. La velocidad ha dejado de ser un instrumento para convertirse en objetivo autosuficiente; es el sentido de esa experiencia de viaje. El conductor bloquea sus efectos, olvida responsabilidades en su fiebre por gobernar el tiempo y el espacio, vengándose de la experiencia a que lo someten en la situación de trabajo. De tal modo, se entrega a un delirio de invulnerabilidad.
La rivalidad, todos los factores de competición, se exacerban en la ruta. Se trata de probar quién tiene más prisa, porque la prisa es un signo de status. Señala al hombre ocupado, cuyas tareas no admiten postergación. Este tipo de fantasías se incluye siempre como estímulo de la velocidad. Junto a estos factores aparece otro: la seducción. El dueño del coche más veloz ejerce una fascinación sobre los otros, paraliza a sus competidores. El auto acompaña al cuerpo en el juego de la seducción, es una imagen de potencia, velocidad, eficacia, a la vez que un indicio de nivel socioeconómico. Es un lenguaje simbólico que el cuerpo utiliza para mostrarse.
La velocidad es, sin duda, la ideología de nuestra época. Aparece como el instrumento de dominio del espacio y el tiempo en un intento de alcanzar el nuevo mundo donde nos veremos librados de las frustraciones de nuestra existencia alienada. El impulso que nos lleva a correr es el que nos ha lanzado a la conquista espacial, como si desafiando así la limitación de la muerte pudiéramos superarla.
Tomado de Enrique Pichón Riviére
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