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Cada hombre es un adversario potencial, incluso de aquellos a quienes amamos. Sólo por medio del diálogo somos salvados de esta enemistad de unos contra otros. El diálogo es al amor lo que la sangre es al cuerpo. Cuando cesa la circulación de la sangre, el cuerpo muere. Cuando cesa el diálogo, el amor muere y nacen el resentimiento y el odio. Sin embargo, el diálogo puede resucitar una relación muerta. Efectivamente, éste es el milagro del diálogo: puede engendrar una relación nueva, y también puede dar nueva vida a una relación que ha muerto.
Hay una sola condición para que haya diálogo: debe ser recíproco y proceder de ambos lados; y los participantes deben persistir denodadamente. La palabra del diálogo puede ser pronunciada por un participante, pero evadida e ignorada por el otro, en cuyo caso la promesa puede no cumplirse. Existen riesgos al entrar en diálogo, pero cuando dos personas lo acometen y aceptan su temor de hacerlo, puede desencadenarse el poder milagroso del diálogo.
Si las exigencias que hacemos aquí para el diálogo son causa de sorpresa para el lector, la razón acaso sea que el diálogo ha sido identificado demasiado exclusivamente con las partes conversacionales de una obra de teatro.

Nosotros concebimos el diálogo como un serio hablar y escuchar, como un dar y recibir entre dos o más personas, en el cual el ser y la verdad de una son confrontados con el ser y la verdad de la otra.

El diálogo, por lo tanto, no es cosa cómoda ni fácil de lograr, lo que constituye un hecho que puede explicar por qué se produce tan raras veces. Y esta escasez de manifestaciones explica la frecuente ausencia de sus beneficios en nuestra comunicación de los unos con los otros.
La comunicación significa vida o muerte para las relaciones de las personas. En el momento del nacimiento el individuo se convierte en un ser personal, entra en contacto significativo con su padre y su madre y con todos aquellos que cuidan de él en lo concreto de sus necesidades. Y de ese mismo encuentro nace la comunidad familiar.

– Diálogo en el matrimonio
La relación entre un hombre y una mujer… puede poner de manifiesto cuan indispensable es el diálogo. Además de sus diferencias como hombre y mujer, hay otras diferencias multifacéticas entre ellos. Algún acontecimiento en que ambos han participado los ha juntado, tal como un encuentro de los ojos, o el reconocimiento mutuo en una discusión de que comparten la misma opinión o actitud. En este género de acontecimientos comienza el diálogo. Entonces cada uno de ellos intenta buscar y explorar al otro.

Es importante saber quién es el otro verdaderamente; y por medio del diálogo, que emplea tanto el lenguaje de la relación como el lenguaje de las palabras, procurar conocer la vida a través del otro. Nace el amor de este diálogo en que existe tanto la intimidad de aquello que estas dos personas comparten en común, como la distancia del misterio insondable de cada una. El brotar de esta conciencia mutua en la relación revela una distinción importante entre el amor monológico y el dialógico. El amor monológico goza sólo, egocéntricamente, de los sentimientos de una relación. El amante explota a la amada por el dividendo emocional que puede sacar. Por el contrario, el amor dialógico es altruista. El amante se vuelve a la amada no para disfrutarla «egoístamente», sino para servirla, para conocerla, y por medio de ella, ser. Recíprocamente, la amada busca al amante no para disfrutarlo para sí, sino para servirle, conocerle, y conociéndole y siendo conocida por él encontrar su propio ser. En el amor dialógico existe el disfrute del amor; pero como este amor no es explotativo, el gozo aumenta más que disminuye el poder de amar.
El matrimonio es una entrega última a este género de relación humana, que expresa el percatarse de que para convertirse en persona uno tiene que participar en el ser de otro, en relación con el cual el otro puede participar en la realización de su propio ser.

El diálogo se busca con ahínco. Y todo aspecto de la relación se convierte en un vínculo para el diálogo: la actividad verbal, la vida juntos, el asumir responsabilidades, las relaciones sexuales, las diversiones. Y esta relación continuará siendo una relación viva mientras cada uno se mantenga en comunicación con el otro. Cada uno debe intentar hablar sinceramente, que le salga de lo hondo de su convicción, debe disciplinar sus sentimientos subjetivos, procurar pacientemente ser siempre consciente del compañero como otra persona, e intentar mantenerse siempre abierto al significado de cuanto ocurre en la relación.
A medida que cualquiera de los dos en diálogo comienza a preocuparse más por sí mismo que por el otro, cuando emplea al otro como una cosa para cualquier fin, cuando se esconde en una actitud defensiva, el matrimonio se ha hecho monológico, se ha roto. Cuando esto ocurre, uno o ambos consortes pueden demandar indignamente que el otro se arrepienta y reforme, en interés de una relación remendada. La curación de un matrimonio o de cualquier otra relación no puede ocurrir cuando los participantes se consideran como individuos separados, con un derecho a demandar servicios del otro. La curación puede venir sólo cuando el uno y el otro son capaces de volverse hacia su pareja, aceptar el riesgo de entregarse en amor, y sondearse a sí mismo en búsqueda de cualquier reforma que sea necesaria. Una esposa, por ejemplo, puede ser capaz de hacer este género de entrega dadivosa, y sin embargo fracasar en la curación, porque su marido no quiera aceptar la dádiva y entregarse a sí mismo en reciprocidad. Pero si él puede y quiere, entonces ocurrirá el milagro y la relación muerta volverá a despertar a una nueva vida.

– Diálogo intergeneracional
La relación entre padres e hijos también exige la práctica del principio del diálogo. ¡Qué difícil es para los padres respetar y confiar en el carácter único y en las capacidades de sus hijos! Mientras los padres deben decidir y actuar por sus hijos hasta que llegue el tiempo en que ellos sean capaces de decidir y actuar por sí mismos, los hijos siempre deben tener la experiencia de ser tratados como personas libres en una relación de confianza y responsabilidad. La necesidad de esta confianza aumenta a medida que los niños se hacen mayores, y se agudiza en la adolescencia cuando tiene lugar la transición de la infancia a la edad adulta.

El diálogo se busca con ahínco. Y todo aspecto de la relación se convierte en un vínculo para el diálogo: la actividad verbal, la vida juntos, el asumir responsabilidades, las relaciones sexuales, las diversiones. Y esta relación continuará siendo una relación viva mientras cada uno se mantenga en comunicación con el otro. Cada uno debe intentar hablar sinceramente, que le salga de lo hondo de su convicción, debe disciplinar sus sentimientos subjetivos, procurar pacientemente ser siempre consciente del compañero como otra persona, e intentar mantenerse siempre abierto al significado de cuanto ocurre en la relación.
A medida que cualquiera de los dos en diálogo comienza a preocuparse más por sí mismo que por el otro, cuando emplea al otro como una cosa para cualquier fin, cuando se esconde en una actitud defensiva, el matrimonio se ha hecho monológico, se ha roto. Cuando esto ocurre, uno o ambos consortes pueden demandar indignamente que el otro se arrepienta y reforme, en interés de una relación remendada. La curación de un matrimonio o de cualquier otra relación no puede ocurrir cuando los participantes se consideran como individuos separados, con un derecho a demandar servicios del otro. La curación puede venir sólo cuando el uno y el otro son capaces de volverse hacia su pareja, aceptar el riesgo de entregarse en amor, y sondearse a sí mismo en búsqueda de cualquier reforma que sea necesaria. Una esposa, por ejemplo, puede ser capaz de hacer este género de entrega dadivosa, y sin embargo fracasar en la curación, porque su marido no quiera aceptar la dádiva y entregarse a sí mismo en reciprocidad. Pero si él puede y quiere, entonces ocurrirá el milagro y la relación muerta volverá a despertar a una nueva vida.

– Diálogo intergeneracional
La relación entre padres e hijos también exige la práctica del principio del diálogo. ¡Qué difícil es para los padres respetar y confiar en el carácter único y en las capacidades de sus hijos! Mientras los padres deben decidir y actuar por sus hijos hasta que llegue el tiempo en que ellos sean capaces de decidir y actuar por sí mismos, los hijos siempre deben tener la experiencia de ser tratados como personas libres en una relación de confianza y responsabilidad. La necesidad de esta confianza aumenta a medida que los niños se hacen mayores, y se agudiza en la adolescencia cuando tiene lugar la transición de la infancia a la edad adulta.

Entonces es imperativo que se respete la libertad de las personas jóvenes, pero es igualmente imperativo, que también ellas se encuentren con personas de convicción que, al mismo tiempo, respeten sus libertades.

Sin este género de relación el individuo simplemente huye de la vida, se hace pasivo y se encierra dentro de sí mismo; o acaso se convierta en un batallador cuya actividad queda perdida en la tierra yerma de su agresión. La importancia del diálogo para esta encrucijada del crecimiento estriba en el hecho de que expresa respeto mutuo, de suerte que la juventud no tenga necesidad ni de reprimir la creatividad ni de arrojarla; y la edad adulta no necesite dominar, ni apartarse de la juventud en frustración. En los casos en que el joven se ha retirado de la vida o está en un combate hostil con ella, como en el caso de la delincuencia, el diálogo puede realizar el milagro de volver a llevar al joven a una relación creadora con la vida.

– Verdad y dogmatismo
El diálogo es indispensable también en la búsqueda de la verdad; y también aquí obra milagros. Desdichadamente, muchas personas sostienen y proclaman que lo que ellos creen es verdad, de una forma testaruda o defensiva. Las personas religiosas, por ejemplo, a veces hablan de la verdad que profesan de forma monológica, es decir, la sostienen exclusiva e interiormente como si no hubiera relación posible entre lo que ellos creen y lo que creen otros, a pesar de la indicación de que las verdades sostenidas separadamente con frecuencia son complementarias. El pensador monológico corre el riesgo del prejuicio, la intolerancia, la estrechez de miras y la persecución de aquellos que difieren de él. El pensador dialógico, por otra parte, está deseoso de hablar de sus convicciones a los que sostienen convicciones distintas de las suyas con genuino interés en ellas y con un sentido de las posibilidades que existe entre ellas.

Donde hay diálogo, hay comunicación…

Extracto del libro de Reuel L. Howe, El milagro del Diálogo, CELADEC y CPC, San José- Costa Rica, 1967.

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